Al igual que Peter Downsbrough, prefiero llamarlos simplemente “libros”. Los había antes de la imprenta, los hubo muchos años después (con números de página e índices) y los estamos reinventando ahora, como libros electrónicos.
La visita a la Biblioteca del Monasterio de Yuso en San Millán de la Cogolla (parte de cuyos fondos están digitalizados), fue una ocasión fantástica para renovar mi amor por los libros, por todos los libros. Desde los pergaminos encuadernados que siguen conservando los cantorales monásticos, hasta la versión Kindle de El Marciano (que me tiene atrapado), pasando por la renovada edición en papel del Manual de Español urgente (que también estoy devorando).
Aunque ahora estamos en la época del eres lo que compartes, provengo de un siglo anterior en el que se decía eres lo que lees. Creo que los libros fueron mis primeros juguetes y recuerdo que siempre he vivido rodeado de libros. No puedo viajar sin ellos, y tampoco puedo leerlos sin un lápiz en la mano. Una joven nativa digital me animó a tener un Kindle, y reconozco que he disfrutado leyendo Lostología (mientras revisitaba la serie, en la que también son protagonistas).
Mi colega y amigo Alejandro Piscitelli es un entusiasta defensor de la tesis del paréntesis Gutenberg, que sostiene que internet nos está devolviendo a la cultura de la oralidad (le llamamos «conversación») de las que nos había sacado (hace 566 años) la imprenta de Gutenberg.
Lo bueno del asunto es que no paran de publicarse libros acerca de todo esto (incluyendo, por supuesto, libros acerca de la muerte del libro). Y lo importante, más allá de los soportes y además de leerlos, es que volvamos a llamarles simplemente libros.